La negligencia emocional infantil se define como la falta de respuesta adecuada por parte de uno o ambos progenitores a las necesidades emocionales del niño (Levy & Orlans, 1998). Un aspecto angustioso de este fenómeno es la posibilidad de que, en algunos casos, sea una conducta premeditada; padres o cuidadores pueden desatender de forma consciente a sus hijos. Sin embargo, es fundamental considerar que esta dinámica puede también surgir de las propias carencias o traumas no resueltos de los padres, quienes pueden carecer de las herramientas emocionales necesarias para proporcionar el apoyo adecuado (Hoffman et al., 2016).

Una de las consecuencias más inmediatas de esta negligencia es la inhibición emocional en los niños. Al sentirse invisibles ante sus cuidadores, estos menores aprenden a reprimir sus emociones, lo que a menudo se traduce en una sensación constante de rechazo (McCrory et al., 2017). Cuando un niño no recibe atención, tiempo de calidad, aceptación o empatía, puede experimentar una profunda sensación de decepción, ira, traición y soledad.

Esta situación puede dar lugar a dos patrones preocupantes de funcionamiento emocional. Por un lado, el niño o la niña puede volverse hacia su interior, desarrollando una baja autoestima y pensamientos negativos automáticos sobre sí mismo. Este patrón lo impulsa a buscar incansablemente amor y reconocimiento en los demás, donde cualquier forma de aprecio o pertenencia puede parecer preferible a la indiferencia. Por otro lado, si el niño dirige su atención hacia el exterior, puede camuflar su inseguridad con actitudes excesivamente confiadas, arrogantes o agresivas, utilizando estas defensas para ocultar sus sentimientos más dolorosos (Zlotnick et al., 2006).

Estas dinámicas emocionales pueden contribuir a la aparición de problemas de comunicación y convivencia entre padres e hijos durante la adolescencia, una etapa marcada por la búsqueda de autonomía y la consolidación de la identidad. Esta separación emocional puede aumentar el riesgo de comportamientos disruptivos, antisociales, abuso de sustancias o conductas sexuales de riesgo (Moffitt, 1993).

Las personas que experimentan negligencia emocional en su infancia a menudo llevan consigo el trauma resultante hasta la adultez. Superar la infancia no implica necesariamente el olvido de la herida de abandono; por el contrario, estos sentimientos pueden intensificarse con el tiempo. Cuando las emociones no se canalizan de manera saludable, se acumulan y, ante cualquier detonante, pueden resurgir con fuerza, como si el trauma se reviviera en el presente (Van der Kolk, 2014).

Una de las características más evidentes de este trauma es la dificultad para enfrentar y procesar las propias emociones, lo que lleva a su negación o a la transformación de estas en otras emociones menos adecuadas. Muchos adultos que han sufrido negligencia emocional manifiestan síntomas de trastornos psicológicos, tales como depresión, ansiedad e inhibición emocional. Esta huella del trauma puede manifestarse en la vida cotidiana, donde estas personas a menudo evitan la intimidad, se sienten vacías y dañadas, experimentan sentimientos de culpa y vergüenza, y luchan con la confianza en los demás (Schore, 2003).

Es crucial reflexionar sobre la posibilidad de que estos adultos, al haber crecido sin el reconocimiento y la validación emocional adecuada, puedan repetir el patrón de negligencia con sus propios hijos. La falta de habilidades emocionales puede obstaculizar su capacidad para fomentar el desarrollo emocional en la siguiente generación.

Podemos concluir que el tratamiento más efectivo para aquellos que han sufrido trauma por negligencia emocional radica en la exploración interior y el aprendizaje de la escucha activa de sus emociones, incluso las más difíciles de afrontar. Este proceso es esencial para reconectar con el niño herido que reside en su interior y permitir que las emociones fluyan, algo que no se logró en la infancia. Al liberar la frustración, la soledad y el dolor acumulados, se abre la puerta a una sanación genuina y al desarrollo de relaciones más saludables en el futuro.

María José Asenjo 

Referencias

  • Hoffman, L., O’Brien, J. R., & Ebert, L. (2016). Attachment and Trauma in Childhood: What We Know and What We Need to Know. Attachment: New Directions in Psychotherapy and Relational Psychoanalysis, 8(2), 129-149.
  • Levy, D. M., & Orlans, M. (1998). The Impact of Neglect on Child Development: An Empirical Investigation. Journal of Child Psychology and Psychiatry, 39(1), 77-88.
  • McCrory, E. J., De Brito, S. A., & Viding, E. (2017). Research Review: The neurobiology and genetics of maltreatment and adversity. Journal of Child Psychology and Psychiatry, 58(4), 312-328.
  • Moffitt, T. E. (1993). Adolescence-limited and life-course-persistent antisocial behavior: A developmental taxonomy. Psychological Review, 100(4), 674-701.
  • Schore, A. N. (2003). Affect Regulation and Repair of the Self. Journal of the American Psychoanalytic Association, 51(1), 113-128.
  • Van der Kolk, B. A. (2014). The Body Keeps the Score: Brain, Mind, and Body in the Healing of Trauma. Viking.
  • Zlotnick, C., Mattia, J. I., & Zimmerman, M. (2006). Psychometric properties of the Brief Encounters and Safety Scale. Journal of Substance Abuse Treatment, 30(1), 25-32.
Directora, psicóloga y supervisora en Centro Psicológico SMC | + posts

Terapeuta Gestalt especializada en un modelo integral de intervención para el tratamiento de la ansiedad, trastornos del estado de ánimo, estrés, enfermedades psicosomáticas, y acompañamiento en la etapa perinatal, entre otros.

Tags: Trauma

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